Hace poco redescubrimos Albarracín, un pueblo bellísimo, montado sobre la curva del Guadalaviar y rodeado de espectaculares montañas. Sus casas rojizas, apretadas, dominadas por los campanarios de sus dos iglesias, trepan la colina bajo la mirada severa de la muralla. Alrededor, el paisaje: pinares de rodeno, rocas rojas, formas caprichosas. El río corre por la vega, murmurando entre huertas y chopos dorados. Más allá, la sierra se ondula, bajo cielos limpios. Una gozada, que pese a los numerosos turistas (nosotros entre ellos, por supuesto), sigue manteniendo la mayor parte de su encanto.
